Recuerdo perfectamente aquel día -ya sabes que tengo buena memoria-.
Una tarde de domingo. Yo aquí encerrada. Tú allí ocupado. 
Como solía ser. Como éramos nosotros.
Yo llevaba horas aguantándome las ganas de escribirte.
Aunque no era la primera vez que me lo proponía.
Ni la última que no lo cumpliría.
Y yo lo sentía.
Y tú lo sospechabas.
Ya estaba en pijama, tumbada en mi cama.
Intentaba no pensar. No sufrir. 
No llorar en vano y sin razón -que parecía haberse convertido en mi rutina por esa época-.
Sobre la manta, mi ordenador y un libro.
Para hacer bulto. Para simular normalidad. Paseaba la mirada de uno a otro. Sin detenerla.
Y en esas estaba cuando apareciste de la nada.
Llegaste a mi habitación y te tumbaste junto a mí. 
Sin dar ninguna explicación.
Como si siempre hubieses estado ahí.
Sólo te abriste paso a mi alrededor y te dedicaste a observarme. 
Sin razón. Sin prisas. 
Sin ningún motivo más allá que el mero hecho de estar presente.
Y fue precisamente esa presencia desinteresada la que me enganchó a ti.
La que un día llegó sin avisar. Para quedarse. O eso me hiciste creer.
Y te creí. Siempre lo hice. Aún confío en ti.
Y me aferré a ello. 
Me agarré tan fuerte a lo que sentí allí que todavía tengo marcas en las manos.
Así que ahora sólo imagina cómo me estremecí hace unos minutos cuando me eché en mi cama. Pero era tu lado.
Cuando me tumbé en tu postura. Y me apoyé sobre un cojín. Exactamente como tú lo hacías cada vez que tenías que mostrarme algo importante.
Imaginé ser tú. Y mi subconsciente me transportó a aquella tarde.
Y casi te sentí aquí. Conmigo. Como debía ser. Como se suponía que sería.

 
Echaba en falta hasta como escribes.
ResponderEliminar