Recuerdo la primera vez
que fui a un piso de estudiantes. Era una amiga de mi universidad, y a mí me llamaba
mucho la atención pasar un rato en una casa sin padres. Digamos que era algo
así como lo típico por lo que alguien estaría emocionado a esa edad.
Nunca le dije nada a mi
amiga, pero cuando entré lo primero que pensé fue que yo no podría vivir así.
Aquello, sinceramente, ni siquiera parecía una casa. Es más, hasta ese momento no tenía ni idea de que una vivienda podía no parecer un sitio habitable.
Aquello, sinceramente, ni siquiera parecía una casa. Es más, hasta ese momento no tenía ni idea de que una vivienda podía no parecer un sitio habitable.
Casi no había muebles,
nunca había visto un refrigerador tan vacío, ni una pila de trastes tan grande
en un fregadero. Ni tanta suciedad ni descuido. Casi no había sillas, y lo
único que solicité fue unas tijeras para cortar una etiqueta y ni siquiera
tenían. “Esto es un piso de estudiantes”, me dijeron como excusa. Pero no entendí
qué quisieron decir con eso. Hasta que…
Me
fui de intercambio
Y sí. La emoción, los
nervios, los agobios, llantos, vómitos y toda la desesperación antes de irte.
También todos los papeles, el miedo a que se te olvide algo total y
absolutamente necesario para tu estancia en la otra punta del mundo, y etc. Y
eso no me salva a mí tampoco. Llevaba toda mi vida queriendo irme de
intercambio, vivir fuera, lejos, sola. Y, de repente, sin saber cómo ni por
qué, tomas un avión y en unas cuantas horas apareces a casi 8 mil kilómetros de
casa.
Y lo mejor es que lo
primero que descubres cuando llegas no son las maravillas de viajar. Ni mucho
menos. Lo primero con lo que te encuentras es con un grupillo uniformado
haciéndote preguntas en una habitación como si fueras un delincuente. Eso sí,
perfectamente extranjeros y exóticos; hasta que te das cuenta que el extraño
eres tú. Tú y tu maleta de 15 kilos (ni uno más, ni uno menos), que por cierto
es lo primero que quieres lanzar por la ventana de ese cuartucho oscuro –si
tuviese una, al menos-.
Lo siguiente que
descubres, y de la forma más dura, es que las casas no son gratis. Ni la luz,
ni el agua, ni tener internet, ni el gas, ni el teléfono, ni la comida… Ni
siquiera ir a la escuela es gratis. Ni escribir. Ni leer. Te tropiezas de
bruces con la realidad y te caes por un precipicio. Y no, tampoco el doctor, ni
los medicamentos para el dolor, ni tu cura, son gratis.
Después de eso,
descubres otra lección aún más importante: que las cosas se estropean. Se
rompen. Dejan de funcionar. Y hay que cambiarlas, arreglarlas, comprar otras
nuevas. Y que eso también cuesta dinero. Y que en tu casa si la lavadora dejaba
de funcionar, al día siguiente ya estaba solucionado. Pero sin embargo estás
aquí y te pasas semanas enteras duchándote con agua fría, o hasta tres y cuatro
días sin luz o internet. Todo porque no te da tiempo de llamar, no queda claro
a quién de los habitantes de la casa le toca hacerlo, o simplemente por
flojera.
Y así pasan los meses,
casi sin darte cuenta –al menos los primeros-, y tú sólo sabes salir de fiesta,
no tener tiempo para limpiar, flojera de cocinar y estudiar, y pocos amigos.
Aunque, a pesar de los
problemas iniciales, sales adelante, y además con ganas –que es lo más gracioso
de todo-. Con ganas porque te obligas a pensar que al final eso es lo que tú
querías, que es una experiencia única, que te cambiará por siempre, que
cualquiera quisiera estar en tu pellejo... Pero claro, nunca te dicen si te
cambiará para bien o para mal.
Empiezas a hacer amigos
y, ya el colmo de la situación, todos vienen a decirte lo mismo: “Tú como
vives solo (…)”, “Ya quiero vivir solo”, y un sinfín de comentarios de ese
tipo. Y a ti sólo te hacen enojar. Porque cuantos más amigos haces, más se dan
cuenta de que tu casa es un auténtico desastre. Y no dudan en decírtelo, porque
pues son tus amigos.
Y al final, llega un
día en el que te sientas en la sala, y te lamentas mientras miras a tu
alrededor. Y descubres que sí. Que llegaste a vivir así. Como nunca vivirías.
Que la pila de trastes en el fregadero es cinco veces más grande que la de tu
amiga, y que nunca nadie parece tener tiempo de limpiarlo. Que si aparece una
cucaracha se queda durante días en el suelo, porque a nadie “le toca”
recogerlo. Que tu cama estaba mejor cuando las sábanas estaban siempre limpias…
Y sí. Aprendes.
Aprendes mucho. Demasiado. Aprendes que los destornilladores no vienen
intrínsecos en las casas, ni las bombillas, ni las vajillas. Tampoco los
productos de limpieza. Y que si quieres cortar o pegar algo, tampoco aparecen
unas tijeras de la nada –y que puedes pasar meses viviendo sin ellas hasta que
te decides a ir a comprarlas-. Que se puede vivir sin microondas –y hasta sin
luz, agua, gas o internet- durante un tiempo insospechado. Y también que te
puedes enfermar si comes comida guardada durante demasiado tiempo…
Pero, por encima de
todo eso, hay algo que nadie te dice ni te enseña. Que vivir solo no es fácil;
y estar a solas contigo mismo, aún menos. Que para irte a la otra punta del
mundo no te necesitas más que a ti y
a la otra punta del mundo. Porque si
algo se te olvida, es porque no era tan importante como para retenerlo. Que
todo lo que te falte, se compra. Y que lo que no se puede comprar, se descubre,
y se consigue. A base de amor, confianza y muchas, muchas ganas.
Porque,
después de todo, lo importante nunca es lo que llevas en tu maleta, sino lo que
guardas en tu corazón.
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