Hay algo extrañamente reconfortante en la rutina.
Algo que te hace sentir que no estás en un lugar de vacaciones, o de paso -aunque en realidad lo estés-.
Y es que por mucho que odies el acto rutinario, por mucho que te amargue la existencia y estés deseando saltártelo, tiene algo que te hace volver siempre. 
Cuando ya no soportas la vida, tu vida. 
Cuando todo te aburre. 
Vuelves a la rutina. 
Y, cuando lo haces, una sensación de extraña felicidad y regocijo te llenan. 
Un sentimiento sincero que te hace decir: "Aquí estoy. Estoy viva y aquí pertenezco. Estoy en casa de nuevo."
Incluso aunque nadie te quiera allí, tú lo estás. 
Y es que tal vez la rutina exista sólo para eso. Por el simple hecho de que nos permita, de vez en cuando, sentirnos libres; hacer locuras que en otras ocasiones no haríamos, y llegar a extremismos tan extremos que hagan que valoremos nuestras vidas hasta un punto tan bizarro, hasta que estemos tan desesperados de "no hacer nada", que tengamos que volver.
Y es en ese punto en el que nos reconciliamos con la rutina. Con lo aburrido. Con lo desesperante y armónico de nuestras vidas. Sin embargo, esta vez, nos hace pensar guau, qué bien se estaba aquí.
Y es en ese punto en el que nos reconciliamos con la rutina. Con lo aburrido. Con lo desesperante y armónico de nuestras vidas. Sin embargo, esta vez, nos hace pensar guau, qué bien se estaba aquí.
Porque después de tanto control, tanta manipulación y tanta opresión, ¿quién dice que el ser humano de verdad está hecho para la libertad?
 
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