miércoles, 23 de noviembre de 2016

Así se siente México

Dicen que México no es para todo el mundo, y que la comida mexicana se hace de rogar.
Eso es lo que me decían los primeros mexicanos con los que me empecé a llevar cuando llegué. 

Yo me reía, o sólo sonreía. Lo creía a medias. Pensaba que era como en cualquier otro país.
Que todo es acostumbrarse y dejarse llevar. Abrir un poco la mente y dejarse mostrar.
Aprender. Comprender. Compartir. Descubrir. Y, sobre todo, vivir.

Yo dejé muchas cosas allí. Demasiados momentos. Historias. Personas. Y lecciones. Por encima de todo lecciones.


No sólo fue mi primera escapada larga, sino mi primera casa sin mi familia. 
Fue el primer lugar en el que trabajé, el primer lugar en el que tuve que “crear” una familia, unos amigos y en general un grupo de personas con el que hacer literalmente todo por no tener a nadie más. Absolutamente a nadie. Y tuve suerte con esto último. Muchísima suerte.

Allí comí cosas que nunca había comido, escuché lenguas que nunca había oído, vi paisajes, restaurantes, tiendas, bares y cualquier otro tipo de lugares con los que sólo había soñado. En los peores y mejores sueños. De todo hubo.

Allí aprendí a cocinar, y a darme cuenta de que no sabía hacerlo. Y lo mismo con lavar, limpiar, planchar, comprar y llevar una casa. 
A estudiar y a no hacerlo. A editar vídeos y fotos y a, una vez más, efectivamente, darme cuenta de que no sabía nada. 
Nada de programas. Nada de las personas. Y, sobre todo, nada del mundo. Y nada de mí misma. Nada en absoluto.

Aprendí a comer y a cómo no hacerlo, y lo mismo pasó con beber, con dormir, con salir, con las excursiones, con trasnochar y madrugar, con encontrar lavanderías, supermercados, y cualquier otro establecimiento necesario, con productos más baratos de lo habitual.

Allí aprendí lo que es el amor. Pero también lo que no es.
Descubrí cómo funciona la verdadera amistad, y también cómo nunca funciona.

No sólo cambié de país, sino de continente; que teniendo en cuenta las diferencias que no creía que existiesen, muy bien podría haberse tratado de cambiar de mundo. De planeta.
Y eso es lo que parecía que había hecho a mi llegada, cuando la gente me preguntaba cosas absurdas o yo me maravillaba con todo lo que veía. Exactamente como si fuese una extraterrestre.

Y es que eso, amigos, eso es precisamente lo que aún hoy hace del mundo y sus habitantes algo maravilloso. A pesar de todo. Y a pesar de todos.

Probablemente mis circunstancias allí fueron especiales o distintas a muchas otras. 

Pero el caso es que, no sé qué fue lo que salió mal para que México sí estuviera hecho para mí. O para que yo estuviera hecha para México. 
Incluso todo eso me parece mucho decir, y demasiada propiedad para una simple extranjera que pasó allí un año.

Lo único que puedo decir es que no tengo ni la menor idea de lo que pasa dentro de mí para emocionarme al escuchar banda, para que mis caderas se muevan cuando oigo cumbias -así me encuentre en la cama a altas horas de la noche-, o para que mis lágrimas resbalen por mis mejillas sin ningún detenimiento cada vez que observo cualquiera del millón y medio de fotos y vídeos de mi intercambio, o cada vez que alguna situación especial del país sale en las noticias, con los cientos de "te extraño" en Whatsapp y todos los cumpleaños en los que no puedo estar.
Y que, en definitiva, aún no hay nada que me haga más feliz que la primera vez que alguien me dijo "tú en realidad deberías haber sido mexicana", y todas las que siguieron después.
Y que no puedo ocultar mi sincera sonrisa entre dientes cuando digo que extraño los tacos y me contestan: "y ellos te extrañan a ti."

Que me dijeron que México no estaba hecho para todo el mundo. Y yo, honestamente, no sé en qué lugar me deja eso, o dónde me encuentro yo con respecto a tal afirmación. 

Lo que sí sé es que también me dijeron que nadie se va de México sin llevarse algo con él. 
Y yo siento que no me he ido. Sino que es México el que me ha llevado a mí.




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