lunes, 21 de marzo de 2016

De cielos y otras causalidades

Recuerdo perfectamente que una de las cosas que más me llamó la atención cuando fui a Chipre fue el cielo.
Tal vez fuese porque estábamos en un pueblo en la montaña, porque me inspiraba más a la calma, o simplemente porque nos pasábamos los días en la calle. 
O tal vez no.
Quién sabe.
El caso es que las nubes se movían increíblemente rápidas; y, a veces, sorprendentemente bajas.

No era un cielo con muchas estrellas, ni muchos cambios atmosféricos; pero, sin embargo, había algo que me hacía contemplarlo maravillada.

Tal vez sea por el hecho de que vi el amanecer, tan de casualidad, con gente tan aleatoria, de tantos países distintos, en el pico más alto de aquella coqueta y pequeña village. 
O tal vez sea porque allí fue donde vi la puesta de sol más rosa y hermosa (acompañada, por supuesto, de bellas y esponjosas nubes blancas perfectamente formadas) que he visto nunca.

Estuve dos semanas intermitentes en Chipre.

Sin embargo, hasta hoy, y después de ocho meses viviendo en lo que ya considero mi hogar, no me percaté de que nunca me había parado a contemplar el cielo de Cancún.

Hoy lo hice, de casualidad. Y, asustada en primera instancia, me di cuenta de que aunque siempre me he maravillado e inspirado mirando allá arriba, aunque siempre me he quedado literalmente embobada, en cualquier parte, observándolo, aquí -por primera vez- no me pasaba.

Tras un segundo pensamiento, me relajé. Una sonrisa se dibujó en mi rostro. México no estaba hecho para mirar al cielo.

Y sea por eso, o por una de esas causalidades casuales de la vida, este lugar tiene cosas tan extraordinarias en la tierra, que hacen que el cielo pase desapercibido.

Todo tiene un por qué. Y este país es para contemplar a su gente.
Sus vidas.

Y la tuya.




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