Hoy los miré. Vi a un matrimonio
de mediana edad, con hijos, de los típicos que te encuentras peleando por la
calle en España, o que no se miran, o que no se tocan desde hace años. Los
miré. Y se besaban. Se besaban y se sonreían. Bromeaban entre ellos. Se miraban
con amor y eran felices. Todos se veían felices. Ellos parecían dos
quinceañeros enamorados. Y, en conjunto, todos parecían buenos amigos. Como debe ser.
Ni siquiera tenían dinero. Ni siquiera vivirían en una mansión.
Quizás ni tuviesen aire acondicionado (sí, aunque no lo creáis aquí la gente no lo tiene, y os aseguro que es mil veces más necesario que en Sevilla en agosto; ni os lo imagináis). Y ya sé que no es oro todo lo que reluce. Pero es que cuando los vi me di cuenta de que nunca había visto a nadie tan feliz (o que lo pareciese). Sonreían. Y sus miradas desprendían calidez. Amor. Esperanza. Simplemente alegría, júbilo. Sin razón aparente. Sólo por estar ahí, en ese instante, con esas personas.
Ni siquiera tenían dinero. Ni siquiera vivirían en una mansión.
Quizás ni tuviesen aire acondicionado (sí, aunque no lo creáis aquí la gente no lo tiene, y os aseguro que es mil veces más necesario que en Sevilla en agosto; ni os lo imagináis). Y ya sé que no es oro todo lo que reluce. Pero es que cuando los vi me di cuenta de que nunca había visto a nadie tan feliz (o que lo pareciese). Sonreían. Y sus miradas desprendían calidez. Amor. Esperanza. Simplemente alegría, júbilo. Sin razón aparente. Sólo por estar ahí, en ese instante, con esas personas.
En aquel momento me sorprendió.
Pero después lo volví a ver. Otro chico. Otro hombre. Otra señora. De repente me
di cuenta. Eran todos. En cualquier lugar. En cualquier momento del día. Aunque
sudaran. O sea, mi cara de amargada por estar sudando por la calle se ve mil
veces peor que la de alguien que aquí puedas considerar que va o está
triste.
Y ya no es por cómo me traten a
mí. A nosotros. A los extranjeros. O entre ellos mismos. Aquí todo el mundo se
trata bien, hay mucha hospitalidad y amabilidad. Pero no consiste sólo en eso.
Es algo más. Hay algo más. O no.
No sé si lo hay. No sé qué sea,
porque aún llevo poco tiempo aquí. Pero de verdad. La gente es feliz. O intenta
serlo. Sonríen, saludan, miran y observan. Y una vez más sé que lo veo desde
fuera. Y sé que quizás sólo es una apariencia. Puede ser. No soy quién para
discutir sobre algo que no sé con certeza. Pero, de una forma u otra, cuando
vives aquí te das cuenta de que nosotros no intentamos ser felices. Casi parece
que intentamos amargarnos. Con cualquier cosa. Con una palabra que nos hayan
dicho, con un comentario que no nos haya gustado en una red social, con un
encuentro que no se ha producido, con un día de fiesta que no acabó como
esperábamos. Buscamos amargarnos con todos. Buscamos la desgracia. Y bastantes
problemas hay ya en el mundo, en las vidas de la gente, o en las nuestras
propias, como para que nos inventemos otros nuevos. 
Soy una persona que no aguanta el
calor. Nunca lo he hecho. Prefiero mil veces el frío. Llevo toda mi vida en
Sevilla y cada verano me cuesta acostumbrarme a la temperatura. Y sin embargo,
y admitiendo que aquí es mil veces peor; reconociendo que cuando salí del
aeropuerto el día que llegué estuve por volverme a España, hoy por hoy sé que
merece la pena vivir aquí aunque sólo sea por la cultura. Por las personas con
las que te cruzas. Por los saludos y sonrisas que recibes. Y hablando de este
último punto, aún no ha habido ninguna persona en ningún sitio desde que estoy aquí con la que haya
cruzado una mirada –sin querer o queriendo- que no me haya sonreído al
instante.
¿De verdad cuesta tanto ser
feliz? Estoy aprendiendo que no. Que los impedimentos nos los ponemos nosotros
mismos.
 
No hay comentarios:
Publicar un comentario