jueves, 30 de julio de 2015

De amor y otras miradas

Hoy los miré. Vi a un matrimonio de mediana edad, con hijos, de los típicos que te encuentras peleando por la calle en España, o que no se miran, o que no se tocan desde hace años. Los miré. Y se besaban. Se besaban y se sonreían. Bromeaban entre ellos. Se miraban con amor y eran felices. Todos se veían felices. Ellos parecían dos quinceañeros enamorados. Y, en conjunto, todos parecían buenos amigos. Como debe ser.
Ni siquiera tenían dinero. Ni siquiera vivirían en una mansión.
Quizás ni tuviesen aire acondicionado (sí, aunque no lo creáis aquí la gente no lo tiene, y os aseguro que es mil veces más necesario que en Sevilla en agosto; ni os lo imagináis). Y ya sé que no es oro todo lo que reluce. Pero es que cuando los vi me di cuenta de que nunca había visto a nadie tan feliz (o que lo pareciese). Sonreían. Y sus miradas desprendían calidez. Amor. Esperanza. Simplemente alegría, júbilo. Sin razón aparente. Sólo por estar ahí, en ese instante, con esas personas.

En aquel momento me sorprendió. Pero después lo volví a ver. Otro chico. Otro hombre. Otra señora. De repente me di cuenta. Eran todos. En cualquier lugar. En cualquier momento del día. Aunque sudaran. O sea, mi cara de amargada por estar sudando por la calle se ve mil veces peor que la de alguien que aquí puedas considerar que va o está triste.

Y ya no es por cómo me traten a mí. A nosotros. A los extranjeros. O entre ellos mismos. Aquí todo el mundo se trata bien, hay mucha hospitalidad y amabilidad. Pero no consiste sólo en eso. Es algo más. Hay algo más. O no.

No sé si lo hay. No sé qué sea, porque aún llevo poco tiempo aquí. Pero de verdad. La gente es feliz. O intenta serlo. Sonríen, saludan, miran y observan. Y una vez más sé que lo veo desde fuera. Y sé que quizás sólo es una apariencia. Puede ser. No soy quién para discutir sobre algo que no sé con certeza. Pero, de una forma u otra, cuando vives aquí te das cuenta de que nosotros no intentamos ser felices. Casi parece que intentamos amargarnos. Con cualquier cosa. Con una palabra que nos hayan dicho, con un comentario que no nos haya gustado en una red social, con un encuentro que no se ha producido, con un día de fiesta que no acabó como esperábamos. Buscamos amargarnos con todos. Buscamos la desgracia. Y bastantes problemas hay ya en el mundo, en las vidas de la gente, o en las nuestras propias, como para que nos inventemos otros nuevos.

Soy una persona que no aguanta el calor. Nunca lo he hecho. Prefiero mil veces el frío. Llevo toda mi vida en Sevilla y cada verano me cuesta acostumbrarme a la temperatura. Y sin embargo, y admitiendo que aquí es mil veces peor; reconociendo que cuando salí del aeropuerto el día que llegué estuve por volverme a España, hoy por hoy sé que merece la pena vivir aquí aunque sólo sea por la cultura. Por las personas con las que te cruzas. Por los saludos y sonrisas que recibes. Y hablando de este último punto, aún no ha habido ninguna persona en ningún sitio desde que estoy aquí con la que haya cruzado una mirada –sin querer o queriendo- que no me haya sonreído al instante.

¿De verdad cuesta tanto ser feliz? Estoy aprendiendo que no. Que los impedimentos nos los ponemos nosotros mismos.

No hay comentarios:

Publicar un comentario