viernes, 15 de enero de 2016

Seis meses en la otra punta del mundo

Hoy, exactamente hoy, hace seis meses que llegué aquí.

A Cancún. A esa ciudad-pueblo al que la gente va de luna de miel, a pasarse la vida de playas y de fiestas, por su hermosura. Yo os diré que es bello, sí. Pero he de decir que no he encontrado las mejores playas del mundo, como dicen. Que sólo habré pisado la playa unas seis veces en todo este tiempo. Que echo de menos las fiestas de Sevilla hasta el amanecer, sin que me cobren un ojo de la cara por ser extranjera, haciendo botellona antes de entrar, sin que me intenten meter mano o ligar conmigo de mala manera a cada paso que doy, y sin que me quieran echar de los sitios antes de tiempo,
emborrachándome rápido y poniendo mala música. Que las perfecciones de las lunas de miel de Cancún se quedan en sus hoteles. Eso sí: los más imponentes, lujosos y hermosos del mundo. Pero ahí quedan. Aunque original, diferente, nueva y bonita, esta ciudad no queda en más que en un parque de atracciones para adultos. Un sitio hecho por y para el dinero, de la forma más despiadada e inhumana que he visto.

A México. Este país de corrupción, narcotráfico y muertes. Uno de los países más peligrosos del mundo. El peor país para hacer periodismo. De alguna forma, y a pesar del momento de España, el lugar con una de las peores situaciones políticas y mayor conformismo al respecto. Más que conformismos, considerémoslo un “reírse de todo”.

La verdad, hace tiempo que me siento un poco de aquí. No diré que soy mexicana, me falta mucho que aprender. Pero sí es cierto que el hecho de que no haya escrito en el blog por meses, se debe básicamente a que me cuesta mucho alejarme de la realidad en la que vivo. Hace tiempo que tengo que hacer grandes esfuerzos para ver los lugares, la gente y las situaciones que aquí se viven como si llegase por primera vez. Supongo que, en cierta forma, eso es lo que hace la rutina. Al fin y al cabo, seis meses son bastantes. Medio año. Viviendo en la otra punta del mundo…

Y sí: todo esto son prejuicios. Y si bien acepto que todo prejuicio está basado en una parte de realidad, es evidente –cuando el río suena, agua lleva-; también os digo que, como todo, hay que vivirlo.

Porque no es lo mismo ver un reportaje de corrupción mexicana, de alguien que está tratando de hacer algo ilegal; a que te detengan en una frontera, en plena madrugada, y los mismos de migración te pidan una gran suma de dinero para renovar tu estancia en el país. Como si fueras un delincuente. Como si tuvieras la culpa de haber venido aquí a estudiar de intercambio.
Porque no es lo mismo oír hablar de asesinatos, que tener miedo a salir de casa sola cuando oscurece.
Porque no es igual hablar de “taxistas locos”, que tener a alguien en marcación rápida en el móvil por si al del taxi se le ocurre cambiar de ruta.
Porque no tiene sentido creer que la gente gasta tanto dinero aquí, hasta que ves cómo te intentan estafar por ser extranjero. Y al menos yo hablo español…

Todos los países están rodeados de un halo de convenciones e ideas. Algunas ciertas, otras erróneas. Pero he de decir que México, ya sea por sus tristes episodios históricos, por su mezcla de culturas, por el mantenimiento y originalidad de la suya propia, es un lugar con muchísimos prejuicios.

Podría decir muchas cosas de ellos, y probablemente lo haré. Pero no es el momento de eso. Ni tampoco trato de decir cosas malas de este lugar.

Desde que estoy aquí he oído mil veces decir “no hay nadie que no venga a México y no se enamore de él”. Pues bien. No, no me he enamorado de México. No creo poder hacerlo. Pero sí puedo hacer algunos apuntes al respecto.
Puedo decir que no sabes nada del mundo, si no has vivido en México. Que una cosa es ver reportajes y documentales, y otra muy distinta despertarte aquí cada día.
Que tampoco sabes nada del amor, si no has vivido al menos una pasión mexicana.
Y que, por mucho que lo quieran negar, una vez más las ideas surgen por algo, y los mexicanos son una telenovela constante. Sea para bien, o para mal. Pero no los llames dramáticos: la mayoría de las veces ni se dan cuenta.
Que mientras haya fe y esperanza en el mundo -y los que me conocen saben que no soy la persona que más habla de este tipo de temas-, está todo ganado. Y los mexicanos, para bien y para mal, tienen una fe y esperanza que a veces sorprende. Pero que nunca, o rara vez –y contra todo pronóstico-, defrauda.

Podría decir mil cosas más y alargar este escrito eternamente. Pero prefiero dejar espacio para otras entradas del blog.

Sólo quería destacar una de las cosas más importantes que aprendí aquí: que México no es un país aislado, es una unión de mexicanos. Es un lugar hecho por, desde y para sus gentes. Que las personas que aquí he conocido me han salvado la vida en miles de sentidos. Aunque también me la han complicado en otros miles.
Pero, por encima de todo, que México no sería nada sin el esfuerzo, lucha y pasión diarias de su civilización. Desde hace siglos y esperemos que para siempre.

Y que, me hayan pasado cosas buenas o malas, doy las gracias, infinitas veces, por esta experiencia. 

Y espero que, aunque aún me queden otros seis meses aquí –y quién sabe cuánto tiempo más-, sea capaz de ser lo suficientemente extranjera como para no dejar nunca de maravillarme por:
  • 1.      La capacidad que tiene la gente de reírse de sí misma y su situación.
  • 2.      Las buenas leyendas, relatos e historias del país.
  • 3.      El don de hacer diez platos distintos sólo cambiando la manera de cocinar de prácticamente los mismos ingredientes.
  • 4.      La adaptación –y enamoramiento- de mi organismo a lo picante.
  • 5.      La música mexicana.

México, gracias. Por tanto y por tan poco.


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