No me iría
El otro día me preguntaron si era feliz aquí.
En este momento.
Así, sin rodeos, si de verdad era feliz.
Siempre me lleva no poca reflexión y tiempo responder a ese tipo de preguntas.
¿Soy feliz?
No sé.
Realmente no recuerdo la última vez en mi vida que dije completamente segura que era feliz.
Y, honestamente, ¿quién lo hace?
¿Qué es la felicidad si no lo que hacemos nosotros de ella?
Y si la felicidad es algo permanente, más que el estar temporalmente contento, ¿quién puede en realidad ser feliz a tiempo completo?
¿Estoy conforme en este momento con mi vida? ¿Con mi día a día?
La mayor parte del tiempo, sí.
No siempre, ni mucho menos.
Y con momentos tan malos como buenos.
¿Más conforme y en paz que en mis situaciones anteriores?
Más que en algunas, seguro.
En otras, quién sabe.
Ha pasado tiempo, y a todos nos es conocida la capacidad del cerebro para idealizar situaciones pasadas hasta la saciedad.
Para hacernos creer que lo bueno era mejor y lo malo no era tan malo.
Tiene gracia, ¿no? Ojalá aprendiéramos a vivir así el presente, y todo iría mucho mejor.
Pero el otro día, también pasó algo.
Llevo tiempo echando currículums, aquí en Rumanía.
Aquí en Bucarest.
A la par que me llamaron de un teléfono de Reino Unido.
A la vez que tuve una conversación con un amigo sobre el hecho de conseguir un trabajo en otro lugar.
Y de repente me golpeó la realidad, la situación en la que me encontraba -encuentro- inmersa y a la que no estoy acostumbrada.
¿Cuántas veces antes había buscado trabajo en una sola ciudad, o país?
La última vez que lo hice fue más obligada por alguien más que porque realmente quisiera hacerlo...
¿Y si ese teléfono era para un trabajo en Inglaterra, país de mis sueños desde que recuerdo?
Entré en pánico.
Qué iba a hacer si era eso.
Y fue entonces cuando me di cuenta de lo increíble de mi estado mental.
¿Desde cuándo me preocupaba que me saliera trabajo en otro lugar?
Tener que mudarme, cambiar de ciudad, país, cultura o idioma.
Yo, que no he podido parar quieta en un solo sitio por más de unos meses, desde la primera vez que me fui. Ni siquiera en mi casa.
"No quiero irme". Me dije.
"¿Por qué?" Me pregunté.
La última vez que me sentí así, era porque de verdad tenía que irme cuando no estaba preparada y la sensación era la de que me arrancaban de mi sitio a la fuerza.
"No PUEDO irme".
La única otra vez que me dije eso estaba atada a una pareja que no quería moverse dos kilómetros de donde se encontraba y me hacía sentir que no podía hacer nada de lo que me llenaba de vida.
Lo que más: poder buscar un trabajo, una oportunidad, una vida, en cualquier parte del mundo, y poder irme de un día para otro sin pensarlo dos veces.
¿Y ahora?
Ahora, que tengo esa libertad.
Que no me echan.
Que no me piden que me quede.
Que no tengo fecha de caducidad.
Que no estoy en el trabajo de mis sueños.
Que no tengo al amor de mi vida.
Que no tengo casa propia ni grandes posesiones ni un sueldo por el que merezca la pena luchar.
Que no tengo nada.
Ahora que me basto y me sobro sola, socialmente, económicamente, vitalmente, independientemente.
Que lo tengo todo.
Ahora, creo que no me iría.
Me da miedo recibir esa oportunidad. Esa propuesta, esa idea, ese algo que me duela rechazar.
Porque realmente,
ahora,
que aparentemente no tengo nada,
por primera vez siento que no me iría.
No he llegado aún hasta el fondo de la situación, a los motivos por los que me siento así.
Supongo que son muchos, y nada claros.
Pero sé que hay uno, bastante importante, y es la gente de la que me rodeo.
La gente que tengo aquí.
Y lo que me hacen ser. Todos ellos. Todo ello.
Por primera vez creo que no me iría en gran parte por el resto de la gente, y no por mí.
Y al final, ¿no es de eso de lo que se trata? ¿No es eso de lo que siempre fue todo esto?
De que sea difícil decir adiós.
De no querer hacerlo.
A ellos.
O a mí.
A la mí de aquí.
Amiga, no sé si soy feliz aquí, ni cuánto.
Pero no quiero irme.
Por ahora no.
No podría.
Supongo que eso es más que suficiente de momento, ¿no?
 
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