Hace un tiempo solía pensar que mi vida era una locura. En
ese momento, entre la niñez, la adolescencia y la juventud, realmente lo era.
Siempre lo había sido. Y por mucho que digáis que los problemas de esa época no
son de verdad, para mí fueron los más reales. O tal vez sólo fuese por el hecho
de que aún estaba experimentando con la vida, con las personas, conmigo misma…
Y es que la crisis de “encontrarse a sí mismo” es algo de
película de Hollywood hasta que te percatas de que esos momentos de ansiedad,
agobio, llanto y mal humor intercalados con risas descontroladas, desconfianza
en los demás, odio personal y existencialismo crónico no son más que tu entrada
en esa fase de “madurez”.
Porque allí es hacia donde todo el mundo dice que vas: hacia la madurez. Algo tan abstracto pero a la vez tan recurrido que hasta te lo crees. Te lo crees y parece ser cierto, en principio. Pero luego descubres que a lo que la gente llama madurez no es más que a volverse rancio. Y que si bien tú sabes perfectamente que has alcanzado una madurez intelectual que no creías posible, para ti se trata de desarrollo personal y no de madurez tal cual –esa palabra es lo peor que se ha inventado para referirse a gente que toma decisiones y responsabilidades, parece que si no pasas por esa etapa, que si no la llamas así, eres un niño de por vida-.
Porque allí es hacia donde todo el mundo dice que vas: hacia la madurez. Algo tan abstracto pero a la vez tan recurrido que hasta te lo crees. Te lo crees y parece ser cierto, en principio. Pero luego descubres que a lo que la gente llama madurez no es más que a volverse rancio. Y que si bien tú sabes perfectamente que has alcanzado una madurez intelectual que no creías posible, para ti se trata de desarrollo personal y no de madurez tal cual –esa palabra es lo peor que se ha inventado para referirse a gente que toma decisiones y responsabilidades, parece que si no pasas por esa etapa, que si no la llamas así, eres un niño de por vida-.
¿Y qué hay de malo en ser un niño de por vida? Pregunto yo.
Pero claro. Es evidente: que el resto
no te toma en serio. Y subrayo resto,
porque es una palabra que adquirirá un significado especial en todo este lío en
el que te has metido. Un lío comúnmente llamado vida.
Total, que allí estaba yo. En esas de pensar “mi vida es una
mierda”, “el resto es feliz”, “por
qué no puedo tener un vida normal”, "por qué no puedo ser feliz”. Es ese momento
en el que todo lo de alrededor te parece estable menos tú. Sabes que la
felicidad existe pero no sabes cómo alcanzarla; cada vez que te parece hacerlo,
algo vuelve a tambalearse. Los pilares que sostienen tu vida no están a la
misma altura, y a cada segundo eres más consciente de que en realidad ella sigue
en volandas y las columnas sólo son un apoyo superficial, similar a la
gomaespuma.
Pero, obviamente, nada es permanente. Ni siquiera lo malo.
Como leí algún día por ahí, “recuerda que incluso el peor día de toda tu vida
tiene sólo veinticuatro horas”. Y es cierto. Así que cuando fueron pasando los
años, cuando fui ‘creciendo’, algunos momentos parecían durar para siempre. De
repente algunos mecanismos de mi vida se hacían de acero. Del bueno. Del inoxidable. Todo sucedía lenta pero constantemente; y antes de que hubiese sido
capaz de evitarlo, mi vida había dado un giro completo sobre sí. 
Me senté,
inspiré profundamente, y me di cuenta de que por primera vez en mucho tiempo
parecía ser feliz en todos los aspectos de mi vida. Era como si las áreas
vitales más preguntadas en el tarot estuviesen estables y perfectamente en
concordancia con el resto sin necesidad de que las cartas me lo dijeran. Y
tenía la seguridad, la confianza, la certeza, de que seguirían así por mucho
tiempo.
Y lo hicieron… Siguieron así. Pasaron meses, años,
antes de que alguno volviese a salirse de su camino; pero incluso cuando esto
sucedió, el resto de mi existencia era tan aparentemente perfecta que no me
importó lo más mínimo. En absoluto. Por primera vez en mi vida me di cuenta de
que era feliz. 
Y en el mismo momento en que tuve esa certeza, se esfumó.
Vale. Tal vez no fuese en ese instante. De hecho tardé bastante en darme
cuenta. Pero al final lo hice. Descubrí el secreto de la felicidad. O, más
bien, el secreto de la infelicidad. Me percaté, quizás más tarde de lo que
hubiese deseado, y después de todo lo que lo había soñado, de que la felicidad
permanente es escasa porque nos arruinaría la vida.
Fui consciente, de que una vez que la felicidad me había
llegado, mi vida parecía tan constante y perfecta
que se hizo aburrida. Llegó la monotonía, la seguridad, la confianza en mí
misma, en lo que quería hacer, en con quién quería estar. Casi podía decir que
me había encontrado a mí misma… A mi yo interior… Pero me cansé. Eché de menos
los días en los que mi vida era inestable, en los que no sabía cuál sería mi
siguiente paso, con quién o quiénes, ni cuál la siguiente caída. 
Entendía entonces el mundo, y entendía la vida. Comprendí
que debe ser imprevista para que no se haga aburrida, que ha de ser infeliz
para vivir los momentos de felicidad, que ha de ser triste en ocasiones para
darnos cuenta de todos los sentimientos que podemos albergar. Y es que son
muchos. Es imposible hacer una lista de todos lo que sentimos a lo largo de un
día, a lo largo de un mes, mucho menos a lo largo de una vida. Y es por eso que
no podemos limitarnos a crear un clima estable y de aparente felicidad, porque
es esa misma apariencia la que nos hará infelices. Pero será una infelicidad
tan constante que censurará todos los sentimientos existentes en el ser humano,
quedando reducidos a uno: la sensación de vacío. Y es precisamente esa
sensación, la de estar vacío, la que acaba con una persona. Por dentro y por
fuera.
‹‹Porque el secreto de
la felicidad reside en ser infeliz el resto del tiempo; y el secreto de esta
última, en saborearla con los cinco sentidos y los que queramos añadir de más…››

 
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