viernes, 21 de agosto de 2015

Cuando me vaya

A falta de un mes para irme, ya no quería hacerlo.
Parece increíble, pero cuanto más ansías algo, cuanto más idealizado lo tienes, más miedo da conseguirlo.

Y lo cierto es que, como muchos otros, llevaba prácticamente toda mi vida deseando dejar mi ciudad, mi casa, vivir sola, con amigos, con desconocidos, con extranjeros.
Llevaba desde que tenía uso de razón planeando cómo sería mi experiencia de intercambio,
a dónde iría, cuándo.

Y no sólo mi carrera casi ha terminado, después de pasar toda una vida esperando empezarla.

Nuestro objetivo último de estudiar se desvanece tan rápido como aparece...

Pero, como decía, no sólo se habían casi pasado los cuatro años de carrera. Si sólo fuera eso...

No. Me iba de intercambio.

Lo solicité casi de repente. Leí por ahí, como cada año, que habían abierto las plazas. Aquella vez miré los destinos, pero ni éstos ni su duración asociados a mi carrera eran llamativos. Más bien casi decepcionantes.

Pero el día antes de que terminase el plazo me percaté de que era el último año en el que podría irme. Recordé las veces que había soñado con aquello. Y, por último, oí la voz de una antigua conocida: "Todo el mundo tiene que irse de intercambio".
Me obligué a recordarme a mí misma que aquello no iba sobre el lugar ni el tiempo, sino sobre la experiencia, la amistad, el poder, el deber... En definitiva, sobre mí misma.

Lo siguiente que hice fue decirle a mi mejor amiga que había echado la solicitud.

Meses más tarde, tras largos y desesperantes procesos de selección, convocatorias, agonías y nervios, me dieron destino.

Mi destino ideal de intercambio, el típico, el deseado, era el lugar frío, con nieve, del centro o norte de Europa, con días grises y vientos gélidos, en el que mejorar mi inglés y aprender a vivir con él.

¿Resultado? Como casi todas las cosas en la vida, "nunca digas nunca".
Y a mí, la sevillana que odiaba el calor y renegaba del español, le dieron un destino inesperado:
Cancún. México. Calor. Sudor. Sol. Playa. Español.

Ideal, ¿verdad? Para mí no. Mi "ideal" era Noruega, Finlandia, Polonia, Eslovenia, y un largo etcétera.

No obstante, no me quejé. ¿Quién soy yo para ello? En ningún momento, ni mucho menos, creí tener mala suerte.

El problema era la "visión" del lugar.

Porque sí. Porque como nosotros, seres inteligentes y razonables, sabemos que lo más sabio y acertado para conocer un lugar es acatar todo lo que nos dicen de él en la tele, os podéis imaginar las reacciones. Miedo. Drogas. Armas. Fiesta. Alcohol.

Esas son las palabras que se os vienen a la mente. Ahora no lo neguéis porque no es culpa vuestra, sino de los que sabemos.

El porqué no estuve de acuerdo y me molestaba lo dejaré para más adelante.
Es más: os lo demostraré. Con historias, anécdotas, vídeos e imágenes.

En cuanto a la fiesta. Sinceramente, si fuera de intercambio en busca de fiesta, sol o playa no creo que fuese necesario cruzar medio mundo. Vivimos en España señores. Y casi todos vosotros, los de aquí, sabéis que la Alfalfa a comienzo de curso tiene más ambiente fiestero internacional que Ibiza en su mejor año.

Y en cuanto a playas y alcohol, para qué decir más.

A eso me refiero. Claro que saldré de fiesta. Pero es que de verdad, en serio, ¿os recorreríais tantos kilómetros, once horas de avión, para eso? ¡Es intercambio! Las fiestas son parte de la estancia, ya sea en Rusia, Holanda, Taiwán o el pueblo de 1500 habitantes de tu tío.
Así que no. Eso no es excusa.

El caso es que, entre malas caras, burlas y desconfianzas hacia mi persona y mis responsabilidades, aquí estoy. Me faltan dos semanas para irme. Aún no sé qué seguro contrataré ni qué maleta llevaré. Tampoco qué contendrá.

Me voy en dos semanas y aún no me han enviado la carta de aceptación.
Ya me he saltado una vacuna y he hecho amistades de aquí y de allí.

No quiero irme. Pero no es miedo, ni nervios, ni estrés, como muchos decís.
No quiero irme, a ratos, porque sé que desde el momento en que ponga un pie allí no querré volver.
Porque desde que aprenda a vivir sola no habrá quien me encierre en mi casa.
Porque cuando pierda la timidez a valerme por mí misma mi madre no volverá a acompañarme al médico.

Porque, sinceramente, y como dejo el panorama, no tengo claro qué amigos estarán cuando regrese. Ni cuáles de ellos podré seguir llamando así.

Miedo porque, sencillamente, sé que este salto, el más ansiado y soñado de toda mi vida, es el último empujón a la madurez. A mi etapa adulta. A poner fin a los estudios.

En dos semanas me voy, y nunca pensé que podría llorar por ello. O al menos no desde casi dos meses antes. El resto del tiempo, simplemente, no me creo que me vaya.

Y es que, aunque no tengas miedo a estar sola, lejos o a lo desconocido, toda salida de tu zona de confort, aunque sea a la esquina, es un cambio.
Y los cambios nos ponen nerviosos, porque la rutina es muy cómoda.
Pero también aburre.

Y en dos semanas me voy, pero sé que será algo grande.

Y espero que estéis ahí para comprobarlo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario