Hay un momento en tu vida en el
que todo importa. Todo hace falta. Todo es necesario. Nada te sobra. En el que
cuando tu madre hace limpieza en tu cuarto, y te manda tirar viejos juguetes y
trastos, cada despedida te hace llorar. No se pueden tirar ciertas cosas. No se
puede vivir sin tales otras.
Pero si eres afortunado, si te
toca vivir algunas experiencias, tu perspectiva, tu percepción de la realidad
se distorsiona enormemente.
Cuando te vas te das cuenta de
que nada importa.
De que la ropa se compra y se lava. De que tus cuadros, tus juguetes, tus pequeños tesoros, tus lápices e incluso tus libros –dios mío, mis libros :’)- son prescindibles. Absolutamente todos.
De que la ropa se compra y se lava. De que tus cuadros, tus juguetes, tus pequeños tesoros, tus lápices e incluso tus libros –dios mío, mis libros :’)- son prescindibles. Absolutamente todos.
Cuando te toca hacer la maleta y
empacar tu vida, descubres que lo único que no quieres olvidar son tus
recuerdos. Que tu suéter preferido y tus colgantes de la suerte pueden ahorrar
kilos en una maleta que volverá llena de regreso. Si es que algún día regresas.
Y es que en esta vida nada es
permanente. Y cuando haces una maleta y tomas un tren, cuando montas en un
avión o preparas una mochila, sabes que te vas. Pero no si vuelves. Ni cuándo.
Ni bajo qué circunstancias. Ni en qué condiciones. Y, lo más importante de
todo, desconoces si serás la misma persona. Aunque lo más probable es que nunca
vuelvas a serlo.
Cuando visitas un lugar, sea de
vacaciones, sea de paso, lejos, cerca, distinto o parecido, lo que recuerdas a
la vuelta son los momentos. Y los momentos existen por y para la gente. Sólo
son posibles cuando hay personas en ellos. Las historias no pueden suceder sin
alguien que las experimente, alguien que las vea, que las cuente; alguien que
las sienta pero también que las sufra. Cada momento, cada instante, cada
cuento, cada novela, cada experiencia, cada vivencia, está hecha de gente que
la vivió contigo. O que participó de ella en mayor o menor medida.
La vida se vive gracias a las
personas. Y la tuya la disfrutas por y para todos los que te rodean. Desde tu
peor enemigo hasta tu amor platónico. Desde tus familiares hasta tus amigos.
Pasando por tus ligues, tus amantes, tus ex novios, tus sobrinos, y aquellos
con los que peleabas de niño. Todos ellos forman parte de ti y de quien eres
hoy.
Al extrapolar la situación a otra
cultura, al ampliar tu vida a la de otro país, todo esto aumenta. Y, al final
de todo, lo que descubres es que cuando te vas, cuando te quedas, cuando llegas
y cuando regresas, lo único importante, lo que salvas de todas tus preciadas
pertenencias, es a las personas. A todas las que aparecieron y también a las
que se esfumaron.
Cuando te vas te das cuenta de
que tu gente se queda. Cuando llegas descubres que hay otras personas. Cuando
regresas dejas a las nuevas, y vuelves a las antiguas. Pero lo cierto es que si
de algo sirve este intercambio de relaciones es para darte cuenta de que el
mundo es lo suficientemente grande y está lo suficientemente habitado por
distintas personas como para que decidas conformarte. Aquellas que te olvidaron
cuando fuiste a la vuelta de la esquina no existirán para ti cuando vuelvas a
girarla. Porque tal vez ellos nunca cambien. Pero tú sí.
Y, cuando te vas, cuando lo dejas todo, cuando
comienzas otro todo, te das cuenta de que las personas importantes en tu vida,
las relaciones, permanecen intactas; mientras las prescindibles son… Bueno.
Prescindibles. E innecesariamente dolorosas.
Cuando hayas salido de la crisálida, no querrás orugas a tu lado.
 
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