Hoy te vi. 
Te vi.
Te vi después de tantos momentos, añoranza, deseos y miedos.
Te vi. Como me habían ido anunciando mis sentimientos.
Al fin te vi. Como sabía que ocurriría, con el tiempo. Demasiado tiempo. Aunque no lo suficiente para que me olvidase de tu aspecto.
Fue solo un instante, apenas un momento. Una mirada perdida en el frente. Un vistazo involuntario a la multitud bastó, para verte solo a ti. Para reconocerte en apenas un segundo. Un solo segundo que se ha grabado en mi memoria como si no se acabase nunca. No se trata de una imagen reiterada, sino de una secuencia indefinida, un recuerdo infinito. Te has convertido en eterno.
Hoy te vi. Te vi un segundo. En la lejanía. Entre la gente. Y en ese segundo, tú, tu andar presuroso y esa mirada perdida en el suelo, habéis logrado invadir, hasta ocupar, todo el espacio que mi mente tenía reservado para cualquier otra cosa.
Como un virus. Pero más bonito. Y doloroso.
Hoy te he visto, cielo. ¿Puedo llamarte cielo? Permíteme que lo haga, después de esta intimidad que has sembrado en mí tan inconsciente y desinteresadamente.
Aún me pregunto cómo te reconocí. Cómo tuve tal certeza de que eras tú, si ni siquiera alcancé a tener la oportunidad de ver tus ojos... Gracias a Dios. No habría soportado que fuera tu mirada la que se quedara grabada en mi alma, en lugar de una figura anónima. Salvo que ni siquiera mi corazón, segundos antes de sentirte, se ha creído ese anonimato.
Reconocí tu jersey. Lo habías usado conmigo. Varias veces. Tiempo atrás. Tus mismas gafas. Así como tu peinado y barbas. Sí, esos que ahora te son tan característicos. Pero dime, ¿te has atrevido a decírselo? ¿Le has confesado que no te peinabas así antes? ¿Le has mencionado, por casualidad, que fui yo la razón de ese cambio? Aquel, aquellos, que forjaron tu personalidad estando conmigo. Los que hicieron la mía, estando a tu lado. Esos, esos mismos que nos convirtieron en quienes somos hoy. Los dos. En vidas separadas.
Y, a la vez, parecía que el tiempo no había pasado. Ni un sólo día, ni una sola hora, ni una sola pelea, ni una sola mirada de odio. Ni un solo silencio. Ni una mera indiferencia. Éramos tú y yo de nuevo. Contra el mundo. Contra todos. Contra el tiempo. Juntos en ese misterioso espacio atemporal.
Pero no era real, ¿verdad?
Porque sí. Ibas con ella. Y supe que era ella. Porque justo antes de que ese segundo terminara, la miré. Y me bastó ver su semblante, y tu posición, para saberlo.
Era ella.
Era ella.
Aunque aún me asalta la duda, de si ella es como yo. Si te soy sincera, y siempre te lo he sido, no sentí su presencia. No sentí que ella fuera tu yo del futuro. Al igual que nadie, nunca, ha logrado ser mi tú del presente. Porque las personas, las relaciones y las situaciones, no existen en tres tiempos. Existen en uno. Uno de cada. Persona-relación-situación. Y ya no vuelven. Nunca. Y todo intento de hacerlos volver, a ellos mismos o a través de otras personas -relaciones o situaciones- que intenten suplirlos, suele tener resultados catastróficos.
Hoy te vi, cariño. Y no sé por qué me he puesto a escribirlo. Me pregunto si es realmente para mí, o si me gustaría que fuera para ti. Que lo encontraras por azar. ¿También tú piensas en mí, aunque sólo sea de vez en cuando? Nunca tuve respuesta alguna a esa pregunta. Y seguramente sea por eso que aquí la dejo.
Y sé que, si continúo, podría seguir escribiendo eternamente sobre este suceso.
Pero los momentos, desgraciadamente, no son eternos. Y concretamente este, duró solo un segundo.
Hoy te vi.
Un segundo.
Y al siguiente crucé la calle.  
 
No hay comentarios:
Publicar un comentario