Hace mucho, mucho
tiempo… Decidí que quería escribir. Bueno, más bien, sentí que quería escribir.
O no. No fue así. Sólo se me antojó. No recuerdo muy bien ni por qué fue.
Alguna tontería, como tantas otras en mi mente, de probar algo que no había
probado porque lo escuché o vi a alguien hacerlo. 
Ya veis. Yo. Una niña
de unos doce años. Agarré una hoja de papel y me puse a escribir. Así. Tal
cual. Sin pensar. Y ya no me detuve hasta pasadas unas horas. Lo típico sería
decir, hasta hoy. Pero no. No fue así de fácil. No vivimos en una película y
las cosas no son tan ideales en la vida real. 
Paré. Y paro muchísimas
veces. Pero, en ese momento, decidí que quería ser escritora. Bueno. Tampoco
fue así. No decidí nada. Simplemente sentí que quería seguir escribiendo. Me
sentí aliviada. Sentí que podía hacer algo con mis años de lectura y mi
obsesión por no tener faltas de ortografía. Con mi curiosidad por aprender
nuevas palabras y querer redactar y corregir todos los trabajos del colegio y
el instituto. Que no era así por nada. Sino por todo. Por todo lo que un papel
en blanco te ofrece.
Aquello que va mucho
más allá de la realidad, de los sueños, de la vida, de las películas e incluso
de los libros que leemos. Un papel en blanco –ergo, hoy en día, una hoja de
Word, algo que no merece siquiera hacer la distinción porque cuando la miras,
afortunadamente, sigues viendo un papel en blanco-, significa tener la libertad
de hacer todo lo que no puedes hacer en ningún otro momento de la vida. Es el
lugar donde todo es posible. Absolutamente todo. Donde el único límite lo pones
tú. Tu mente. Y donde descubrí, una vez más, que no tenía la cabeza llena de
pajaritos –como no paraban de decirme, a veces con razón, la mayoría sin ella,
aunque yo no lo haya sabido hasta ahora- sólo para volverme loca.
Al contrario. Una hoja
vacía sirvió para nada más y nada menos que comprender que podía materializar mis
sueños y deseos, pero también mis miedos. Que podía organizar mi mente y
entender mejor el mundo, pero sobre todo a mí misma y a mis pajaritos. 
A medida que fui
creciendo, y lo fui utilizando más como recurso para desahogarme, entendí que,
mientras las personas siempre serían impredecibles, y no siempre podrían
entender o razonar o reaccionar como yo lo hacía, o yo esperaba que lo hicieran;
una hoja no me defraudaría. Me fui dando cuenta de que el simple hecho de agarrar un bolígrafo y sacar una libreta, abrirla por una página cualquiera y
tenerla delante, esperándome, casi ansiosamente, hacías las veces de cualquier psicólogo que se pueda contratar –sin, evidentemente, la parte de retroalimentación-. 
Estaba ahí, dispuesta
para mí, para mis problemas, preocupaciones o, simplemente, cualquier
pensamiento o inquietud fugaz que se me pasara por la cabeza. Sin juzgarme, y
sin interrumpirme. Sin cortarme antes de tiempo o pasar a contarme su vida al
acordarse de algo relacionada con ella; que es, al fin y al cabo, en lo que se
han convertido las conversaciones hoy en día: esperar a que el otro acabe de
hablar. Que, dicho sea de paso, es muy distinto a escuchar.
Empecé a llenar hojas
sueltas, pósits, y documentos de Word. Comencé a comprar cuadernos y libretas
de todos los tamaños, dibujos, colores y formas, que hasta hoy sigo acumulando,
uno tras otro, sin terminar nunca de llenar. Y lo mismo con los bolígrafos,
plumas y lápices. Seguí utilizándolo como alguna clase de terapia y, finalmente,
no sé aún muy bien en qué momento, se convirtió en algo más que un hobbie. Pasó a ser algo que necesitaba.
En la forma más pura, sincera y sana de desahogarme. 
En ese sentido, sí,
podría decir que ya nunca paré. Comencé a reservar las libretas más
pequeñas para guardar en el bolso, en la mochila de la escuela, o incluso en
algún pequeño bolsillo del pantalón. Tal y como hacía en un principio con los libros de
lectura, ahora lo hacía con mis propios libros,
o algo así. Al principio me daba vergüenza escribir en público, y lo hacía
discretamente en una servilleta. 
Luego me empezó a
importar menos, cuando el espacio que encontraba en semejante útil no alcanzaba
ni un cuarto de las ideas que yo quería expresar. De los pensamientos que me
abrumaban, de la inspiración que me
llegaba. Así fue como pasé a sacar libretas, entre comentarios de mis amigos
del tipo “se te olvidan las cosas como a las viejas”, que, obviamente, nunca me importaron. De ahí
siguieron los blogs y demás cosas. Pero no fue eso lo más importante.
No es eso lo que me
llevo de la escritura. No escribo esto para justificar mi blog. Escribo esto
porque le dedico mis entradas a gente, a personas que me importan, a lugares
importantes, sobre todo a emociones y sentimientos, a mí misma. A pensamientos.
Pero nada de todo esto,
nada de todo este análisis, nada de esta tranquilidad de conciencia, sería posible
sin la escritura. Una compañera no sólo de viajes, sino de vida. 
Tan sólo quedaba llegar
al punto de no retorno. Al punto en el que, inconscientemente, cuando me sentía
mal, estresada o demasiado enfadada, lo que necesitaba era escribir. El
problema es que no suelo darme cuenta de por qué estoy alterada, de por qué me
estreso por algo o con alguien, o de por qué me siento como lo hago. No suelo
ser capaz de decir, aún hoy, después de todos estos años, que me siento un caos
porque no lo he plasmado sobre el papel, porque no me he desahogado conmigo
misma y mi libreta. 
No escribo tanto como
quisiera. Ni tanto como pienso o hablo. Ni tanto, quizás, como debería, si
quiero hacer algo más de esto. Y es cierto que a veces tengo que obligarme a
escribir. Porque soy perezosa, porque me falta concentración, porque tengo
whatsapps, libros y Facebook todo el día pendientes de mi atención. Pero me
obligo. Me fuerzo. Y cada vez que lo hago, en ese momento en el que el bolígrafo se
desliza dulcemente por mis dedos y la hoja espera, en blanco, bajo una pequeña
lámpara incandescente, a ser manchada... En ese justo instante en el que consigo
mostrar algo físicamente, en el que veo palabras y frases conexas y que para mí
cobran sentido –aunque tal vez no para la mayoría de la gente que encuentre uno
de mis cuadernos y lo lea-. Es ahí, cuando me doy cuenta de cuánto le debo a la
escritura.
Y aquí lo plasmo. Y lo
firmo hoy. Para dar las gracias. Y para todo aquel al que le de miedo
exponerse en público o reflejarse en un papel, a que lo descubran o lo juzguen
o no los entiendan. Sólo quería decirles que eso es mucho menos importante que
sentirse bien con sí mismos. 
Que en una gran mayoría
de ocasiones, lo único que de verdad se necesita, es escribir.
Y que, al menos yo, hago
todo esto, y lío esta parafernalia, por pura necesidad.
 
No hay comentarios:
Publicar un comentario