Ya estoy en casa. O algo así.
No sé cuánto tiempo ha pasado. Ni cuántos días llevo aquí.
Casi he olvidado ya cómo fue la última vez que te vi.
Cómo se sentían tus besos,
o tu rumor desde la otra habitación.
¿Realmente eres capaz de pensar que no me importas?
¿En serio puedes creer que nada fue real?
Que no te veo,
que no te escribo,
que no te extraño,
que no te siento...
Como siempre, ¿qué había de justo en nuestra relación?
¿Cuánto nos estábamos intentando engañar?
¿A dónde habríamos llegado?
En qué clase de ruptura se está convirtiendo la nuestra.
Cuándo me has llegado a conocer tanto.
En qué momento hemos pasado a convertirnos en extraños.
Qué circunstancias te impulsaron a pensar así de mí.
Desde cuándo te respondo de esa forma.
Por qué todo ha tenido que ser así.
No crees que me importabas.
Aun cuando sabes a ciencia cierta
que por ti era capaz de dar todo de mí.
Dejar mi vida atrás
olvidarme de quien soy
renunciar a la libertad
y ser infeliz...
Y de hecho lo he sido.
Lo he hecho.
Todo y más.
Hasta ya no poder.
O hasta saber que ya no podría.
Y decidí que yo,
que tú,
me importara más
que tratar de continuar.
Un bien que no me esperaba.
Que luego se convirtió en mal.
Y luego en dolor.
Qué fácil es no sentir dolor,
camuflándolo con rabia.
Lo dijiste tú. Lo aprendí de ti.
En rabia y ocupación, que diría yo.
Que no tengo tiempo de pensar.
Ni de doler.
Ni de sentir.
Haciendo tanto.
Haciendo nada.
Hasta que apareces.
Y se convirtió en mal otra vez.
Apareces sin respeto.
Sin pensar más que en ti.
Sin importarte nada.
Me haces doler de nuevo.
Me rompes.
Finalmente, en realidad.
Tras una semana.
Me rompes
y ahí ya no sé qué hacer.
Porque yo nunca me rompo.
Yo solo sigo.
Miro al frente, a la gente.
A lo próximo que tengo que hacer.
Y sigo.
Sin parar.
Sin mirar
atrás o a ningún otro lado.
Escapo.
Y continúo.
Y gracias a eso,
vivo.
Siempre ha sido así.
 
No hay comentarios:
Publicar un comentario