miércoles, 15 de marzo de 2023

Para qué ha servido todo

 A veces me pregunto qué he hecho con mi vida.

O de ella.

Y no me refiero al típico y eterno dilema estudios-carrera-trabajo-dinero. 

Ese que creemos/nos hacen creer que es nuestra vida entera.

Ese que es responsable de la mayor parte de nuestras crisis existenciales, 

mientras todo lo demás nos pasa por delante.


No. Me refiero a la vida. Real. Y a todo lo que conlleva.


A toda la gente que he conocido y dejado atrás.

A todas las personas que alguna vez significaron algo,

y a las que dejaron de significar. 

A las que me marcaron. A las que me hicieron doler.

A las que yo dejé marcadas, y a las que hice daño.

A veces incluso me pregunto, ¿habré dañado a alguien irreversiblemente?

¿Me han dañado a mí así?

A veces creo que sí. A la segunda.

Para responder que sí a la primera creo que hay que tener una autoestima bastante por encima.

Y, sin embargo, si la persona(s) que nos dañó piensa igual, cómo nos sorprende que nadie tenga responsabilidad afectiva, si ni siquiera nos damos cuenta de cuándo -ni cuánto- afectamos a alguien.


¿Alguna vez habéis sentido que todo era para nada? 

Cada amistad, cada conocido, cada relación, cada amor, cada ruptura...


Una amiga una vez me dijo: a veces me pregunto para qué sirvió tanto amor, y para qué sufrí tanto cada vez que algo terminó. Si siempre sentía que me moría en el momento, que  no podía más, que no podría superarlo, que nunca encontraría a nadie así. Y, pasado un tiempo, ni recuerdo cómo era, ni cómo me sentía, ni por qué me iba a costar tanto vivir sin él.


Ahora, últimamente, en cambio, yo a mí siento que se me acumulan. 

Siento que cada vez soy más mayor.

Acumulo más experiencias.

Más sufrimiento.

Siento que cuanto más tiempo paso sanando una herida, más rápidamente se reabre,

con una persona que no fue la causante.


Me puse a reflexionar, hace poco, sobre mis relaciones y rupturas. 

Desde la adolescencia. 

Desde quién sabe cuándo y quién sabe quien era yo.

Y no podía evitar preguntarme para qué había servido todo eso. 

Para que habían servido todas y cada una de ellas.

Si realmente habían hecho algo en mí

más que dolerme,

crear recuerdos aún más dolorosos -a los que no se pueden volver-

y acumular heridas. Heridas mal cosidas. Tapadas con tiritas una sobre otra.

Como si así desaparecieran. Como si sanaran antes.


Como si las tiritas no se despegaran.

Como si las heridas no se reabrieran.

Como si poner alguna más, no pudiese hacer que se cayeran todas. 


Y a la vez abriendo heridas nuevas, y repitiendo el proceso.


Y yo me pregunto, ¿cuántas heridas con múltiples tiritas caben en nuestro cuerpo?

Y, aunque cupiesen, ¿cuántas podemos soportar a la vez sin morir de dolor?

Cuánto dolor estamos dispuestos a soportar,

y cuánta es la cantidad exacta que podemos aguantar para llevar una vida -aparentemente- normal.


Cuántas necesitamos para estar incómodos,

Y cuántas veces se tiene que reabrir una, para no volver a sanar nunca.


Cuánto aguanta la piel, 

cuánto estira, 

cuándo se rompe, 

cuándo da de sí, 

cuándo no se vuelve a recuperar...


Y es que, no sé el resto del mundo,

pero yo a estas alturas siento que doy y dejo tanto de mí en cada persona,

que lo he hecho tantas veces, 

y que la gente ha tomado y tomado,

tanto,

que a veces creo que no me queda más. 


Energía, vitalidad, optimismo, creatividad, ganas.

Felicidad. 

Más de todo eso que me hace ser yo, y siempre lo ha hecho.


Como si se hubieran llevado lo mejor de mí.


Y, lo peor de todo, es que esas partes nadie nunca me las puede devolver.

Y pensar en toda esta dinámica, no ya conmigo misma sino en general en el mundo, con millones de personas, se me hace algo tremendamente injusto. 


Y es que cada vez que tengo una vida hecha,

nueva o antigua, 

cada vez que tengo mi vida, y consigo medio acostumbrarme a ella, 

medio adaptarme, medio disfrutar, medio crear mi rutina,

mi círculo, mis actividades, mis sitios, mi todo.


Cuando pasada toda la etapa inicial de caos,

seguida de la semi adaptación,

cuando por fin la estoy empezando a disfrutar, alguien entra.

Alguien entra más fuerte de lo normal.

Hace más ruido, se hace notar más. 


Y eso supone una nueva vida. Que puede parecer la misma, pero al final es nueva.

Porque es una nueva adaptación. Es un crear todo de nuevo. Un reajuste.

Es un cambiar todo, y meter a esa persona.

Y ahí ya no te estás contentando a ti,

sino tratando de comprometer a los dos. 

Y hacerlos felices.


Y cuando ya todo esto pasa, cuando parece que todo es bello, que todo está bien, que va sobre ruedas.

Cuando habéis conseguido lo imposible.

Se acaba.

Se acaba habiéndose llevado todo lo bueno de nuevo.

Lo mejor. Lo más enérgico. La mejor dinámica. 

El trabajo y el esfuerzo. 

Las ganas. 

La voluntad.

El amor.

Las risas.

La vida.


Y cada vez que se acaba, siento que no solo se lleva toda esa parte de mí,

sino que yo tengo que crear una nueva vida. De nuevo.


Tengo que reaprender lo que tanto me costó aprender antes, y que tuve que dejar de lado.

Desaprender lo que tanto me costó integrar, admitir y aceptar. 


Porque volver atrás no existe. Volver atrás es hacer algo lo más similar posible a como se hacía antes. 

Pero como eres ahora. 

Porque no se puede volver a ser alguien que eras antes.

No se puede olvidar lo vivido, desaprender lo aprendido, desdecir lo dicho.


Así que volver a aprenderlo todo. De cero.

Pero además añadiendo nuevos desafíos. Los más, a simple vista, estúpidos del mundo. Pero los más significativos. 

Y dolorosas. 

Los que cambian el día a día al completo.


Como evitar lugares, series, canciones, películas, olores, frases, ropa e incluso gestos. 

Como no poder ni oler un whisky, sin teletransportarte. 

Como no ser capaz de si quiera encender una televisión o una consola, sin sentir que el mundo se derrumba. 

Como no poder descansar o relejarse dos segundos sin pensar o recibir una avalancha de recuerdos.

No poder cocinar o comer. 

Permitir que el vacío de la cama acapare todo resquicio de alegría posible. 

Y ser completamente incapaz de cruzar el umbral de la maldita puerta. 


También reencontrándome conmigo. Si puedo. 

Aún sabiendo que esta vez, en vez de ciento cincuenta partes ya me faltan ciento sesenta y ocho. 

Y que cada vez se notan más su ausencias.


Y así. En ciclo. Sin parar.

Hasta que...

¿qué?

Hasta que no me queden fuerzas para volver a empezar?

Hasta que no me quede tanto de mí para dar?

Hasta que no consiga reencontrarme, o no tenga la energía para hacerlo?

O no me reconozca, de tantas partes que me faltan.


Hasta que apenas queden piezas...

Hasta que sea imposible dar más.

Y entonces. para. qué. coño. ha. servido. todo. 






No hay comentarios:

Publicar un comentario